La muerte siempre me ha rondado la cabeza. La desaparición total. La ausencia del cuerpo en la superficie del planeta. No saber después si hay siquiera un después. El vacío infinito de la nada, tan vertiginoso. Cuánto vértigo la eternidad ignota. Desde bien pequeña, no quería morir, nunca he querido irme. Nunca querré irme. Por momentos, de pesadumbre y tristeza, he podido acariciar la "tranquilidad" de no estar de cuerpo presente, de mente ausente también. Pero realmente, sabía que esa sensación e idea era producto de una circunstancia transitoria, por mucho que durara.
Ha sido la primera vez que mi muerte no me preocupaba. La primera vez que no estaba presente. Ha sido una total sensación nueva, una emoción completamente desconocida. Ha sido la primera vez que la ausencia de otro ser me ha provocado una angustia tremenda, muy difícil de gestionar, tanto que se me ha ido una inmensa fuerza en esa pena y lucha porque no suceda. Pero claro, ¿cómo arreglar ese entuerto sentimental si me parecía una insuperable barrera para continuar?
A día de hoy, he encontrado exactamente el epicentro de mi desequilibrio vital. El terremoto que movió los cimientos, ha devuelto la armonía y solidez. Es la primera vez la fuerza de la incertidumbre sostiene en lugar de quebrar, regenera en lugar de arrugar, realza en lugar de hundir.
¡Cuánta belleza en la vida por vivir, cuánta sapiencia por descubrir, cuánto infinito por imaginar! La soledad es un estado mental muy próximo al sol, y puede cegar tanta proximidad, si no miras hacia otro lado y te empeñas en tocar el centro cuando lo extraordinario está en los rayos que iluminan todo el exterior.
22:47
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